En mi columna de la semana pasada sobre el “estilo”, concluyo con una reflexión que identifica cierta mexicanidad como común denominador, diáfano y ostensible, de nuestra arquitectura más apreciada. La reflexión puede sonar superficial, pero sirve para demostrar que nuestro oficio es reflejo inevitable de “cómo vivimos”. Octavio Paz definió a la arquitectura como “…el testigo insobornable de la historia, porque no se puede hablar de un gran edificio sin reconocer en él el testigo de una época, su cultura, su sociedad, sus intenciones..."
Y así las cosas, en el discurso académico y bien intencionado que no corresponde del todo con el status quo de las ciudades, el estilo (la manera de hacer las cosas) se tornó en actitud o posición desde el siglo pasado: ¿Qué actitud tomas frente a tal o cual problema de arquitectura? Aunque la respuesta puede derivar en una serie “ismos” (modernismo, postmodernismo, deconstructivismo…) ya trae implícita la contemporaneidad característica de nuestro tiempo y que invita a reflexionar.
El siglo XX representó – a través de diversos sucesos que inician con la modernidad misma- el arranque y la aceleración que nos llevó a la velocidad que caracteriza el presente de nuestra arquitectura. La Ciudad de México creció de 340 mil habitantes del año 1900, a 18 millones del año 2000 en números redondos.
Para esta reflexión, me apoyo en el nuevo libro 100 x 100 ARQUITECTOS DEL SIGLO XX EN MÉXICO, de Fernanda Canales y Alejandro Hernández, editado por Arquine, y comentado por Miquel Adrià, Teodoro González de León, Jesús Silva Herzog Márquez, Félix Sánchez y los autores, durante su presentación el pasado 29 de septiembre en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco.
Se trata de un documento que a partir de una selección sumamente cuidada pero forzada a 100 arquitectos, narra la historia y el desarrollo de la arquitectura del siglo pasado en varias dimensiones con un formato de altísima calidad. Una especie de diccionario o catálogo que marca líneas de tiempo, gráficas de relaciones, colaboraciones y de escuelas inclusive, que prefiguran a este libro como referente ineludible para arquitectos y para quienes se interesen en el entorno habitable de México en el siglo XX.
Además de revisar los “monumentos” (subrayando la histórica tendencia de nuestra arquitectura hacia lo monumental…) del siglo pasado, como el Palacio de Bellas Artes de Adamo Boari, el Monumento a la Revolución de Carlos Obregón Santacilia, o la Columna de la Independencia de Antonio Rivas Mercado (disculpando las omisiones derivadas de lo subjetivo), me resulta más interesante y útil identificar ciertos “momentos socio-trascendentales” que movieron hacia adelante el reloj de nuestra arquitectura del siglo pasado:
Los planes urbanos para las colonias Hipódromo (Condesa) y Chapultepec Heights (Las Lomas) en 1922 de José Luis Cuevas, representan ejemplos de la expansión de la Ciudad y la apuesta por la periferia. Si bien se pueden distinguir valores compositivos similares en ambos casos (parques y vegetación), hoy son colonias muy distintas: en la Condesa predomina el peatón mientras que en las Lomas el automóvil. Se vale reflexionar…
La llegada de la modernidad en 1925 con el Instituto de Higiene y el Hospital para la Tuberculosis de José Villagrán García, considerado el padre de la arquitectura moderna en México, seguido de Juan O ‘Gorman a través de la arquitectura funcionalista con las primeras casas para su familia y después las de Diego Rivera y Frida Kahlo en San Ángel en 1932, representan el anhelo de un México sumado al desarrollo mundial y a un modelo de hombre moderno heredados de Le Corbusier en cierta medida. Todo un cuestionamiento sobre habitabilidad.
La explosión urbano-inmobiliaria promovida en el sexenio del presidente Miguel Alemán (1946 -1952) sin duda representa un momento “pico” para la historia de la arquitectura mexicana. La Ciudad Universitaria –el mejor ejemplo- constituye una obra colectiva en la que participaron los mejores arquitectos y artistas de México: Mario Pani, Enrique del Moral, José Villagrán Carlos Lazo, Juan O ‘Gorman, Alberto T. Arai, Ramón Torres, Pedro Ramírez Vázquez, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Francisco Eppens, Félix Candela, entre más de doscientos coautores. La “CU” es una obra excepcional, que a su vez custodia piezas invaluables de arquitectura mexicana, sin temor al adjetivo, cuando pensamos en la biblioteca central de Juan O´ Gorman, o en el estadio universitario de Augusto Pérez Palacios, entre otras joyas que sin duda destacan por su arraigo en nuestra memoria urbana colectiva.
El 68 a su vez produjo más obras emblemáticas en el contexto de los juegos olímpicos potenciando en buena medida una última visión posible de ciudad ligada a la arquitectura: el Estadio Azteca de Pedro Ramírez Vázquez, el Palacio de los Deportes de Félix Candela con Enrique Castañeda, la Villa Olímpica de Agustín Hernández con Ramón Torres y Manuel González Rul, por citar sólo a algunos, arribando – para terminar- a la época del Pedregal de San Angel con la obra de Luis Barragán, Francisco Artigas, Antonio Attolini… a La época del Camino Real de Ricardo Legorreta o la del Museo de Antropología e Historia de Ramírez Vázquez, del Infonavit o del Museo Tamayo de Teodoro González de León con Abraham Zabludovsky, del Colegio Militar de Agustín Hernández, de las arquitecturas de tabique de Carlos Mijares… y de tantos otros que prepararon con su actividad creativa el camino propio a las siguientes generaciones. Hasta aquí la reflexión.
JVdM