La pregunta ¿qué tanto necesitamos para vivir? no puede hacerse fuera de un contexto económico, de desarrollo y de crecimiento, aunque aluda a necesidades de espacio habitable. Estos términos son inherentes a su vez a “tazas de empleo” y a metas “ocupacionales” que todo el tiempo se escuchan en la vorágine de promesas de los períodos electorales; reavivar la economía, echarla a andar, alcanzar tal o cual índice que presupone que el País esté mejor…que todos ganemos pues. Obreros, trabajadores, empleados, y de allí hasta los empresarios, omitiendo generalmente a los profesionistas, quizás porque se da por hecho que este perfil viene incluido en lo que se denomina clase media o media alta, esa que soporta (“aguanta vara”), financia, y produce aún más.
La constante falta de congruencia de las cifras que escuchamos día a día (cuentas que no cuadran, estadísticas incorrectas de fuentes imprecisas), dan a ver que, cada quien con sus números, estamos ya frente a dos dimensiones paralelas: una la de los hechos y otra la de “como se comunican” los hechos, las acciones. Da la impresión de que lo más importante ya no es lo que se haga, sino como se comunica...
Amén de lo anterior y volviendo a la perspectiva de la arquitectura como posibilidad de una mejor forma de vida, la pregunta ¿qué tanto necesitamos para vivir?, no sólo atañe a la familia o a los enseres personales, - comida, vestido o herramientas de trabajo- sino a un conjunto de condiciones que trascienden a la vivienda como célula urbana por excelencia: salud, paz, seguridad, educación, cultura…espacio público, ciudad, país, y mundo, por supuesto.
La “máxima mínima” (término por Jardiel Poncela en su “Libro del Convaleciente”) de Serge Latouche, “la gente feliz no suele consumir” deriva inmediatamente en la pregunta sarcástica: ¿sin consumismo puede haber bienestar? Se trata de un cambio de paradigma inminente, que puede modificar acaso el concepto de habitabilidad materializado en la posibilidad de una mejor vivienda en términos patrimoniales y de calidad de vida; se trata de redefinir “tanto”, como término cualitativo, y no cuantitativo. Es allí donde hay mucho por hacer.
Aterrizando la reflexión, hemos trabajado desde hace algún tiempo en ejercicios que tienen que ver con la búsqueda obsesiva de optimizar medidas mínimas para que algo se pueda habitar (tanto en espacio como en materiales). En las escuelas de arquitectura supuestamente enseñamos eso, sin embargo, una medida mínima, o máxima también, por qué no, son parámetros insuficientes para cualificar un espacio habitable. Además de orientación, iluminación o ventilación, por ejemplo, todavía no hay norma, o quien califique posibilidades de amueblado de los espacios cuando al fin y al cabo, el amueblado es el verdadero uso del espacio, como repetía insistentemente Antonio Attolini Lack en las aulas.
En diciembre de 2010, El País publicó una entrevista al arquitecto José Rafael Moneo (Tudela, España 1937) –único Premio Pritzker español a la fecha- que me resultó memorable y ahora muy oportuna por el adjetivo que encontró para hablar de su arquitectura: “decorosa”. Decoro, al pie de la letra significa honor y respeto que se debe a una persona. “es también sinónimo de decencia y de dignidad.”, explicaba Moneo en su entrevista. Seguidamente se refirió a su hogar como una casa pequeñita que “en su modestia era ejemplar”, y a la pregunta de por qué no había querido diseñarla respondió que no lo ha hecho por la prudencia “de que si encuentras algo con lo que estás cómodo no hace falta más”.
El término decoro, aunque puede carecer de objetividad todavía, funciona muy bien para acercarnos a la respuesta de la pregunta inicial. Dijo Sir Norman Foster: “más vale una buena ciudad que una buena casa”, y en ese escenario, no necesitaríamos tanto para vivir, si redefinimos “tanto”.
JVdM