Noticias recientes como las de los proyectos urbanos capitalinos que estarán a cargo de los suizos Herzog y DeMeuron (premio Pritzker 2001) (¿diseñarán el DF?) o de cierta renovación (¿demolición del mercado?) de La Merced (obra patrimonial de Enrique del Moral en 1957), o de una propuesta de aspecto caricaturesco que apareció hace pocos meses sobre una ampliación del Palacio Legislativo de San Lázaro (de Ramírez Vázquez a cargo de ¿Ramírez Vázquez?), entre otras seguramente, son evidencias tanto de la disgregación de (nosotros) los arquitectos en cuanto gremio, como de la imperiosa necesidad –urgente- de una ley de proyecto público.
Hace poco más de cinco años en una entrevista de opinión sobre la Torre Bicentenario de Rem Koolhaas nos preguntaron “¿Es lamentable que sea demolido el edificio de Vladimir Kaspé (Súper Servicio Lomas) para edificar esta torre o todo es sacrificable en nombre de la modernidad?, respuesta: “Es lamentable, aunque interesante, y no por eso menos lamentable, que tomemos conciencia de nuestro patrimonio arquitectónico a partir de la noticia espectacular. Ni quien se inmutara cuando modificaron gravemente al Súper Servicio Lomas de Kaspé, forrando su fachada con placas de aluminio, o, ni a quien le importe que el Conjunto Aristos de José Luis Benlliure presente deterioro o si una casa de Luis Barragán en la Condesa se está cayendo o si el Conjunto Manacar de Enrique Carral también fue alterado… Considero que el tema del patrimonio arquitectónico y su conservación merecen una urgente reflexión al margen de la polémica de este proyecto en particular.” La cita por esto: patrimonio arquitectónico, proyectos de mayor o menor escala, o el impacto urbano (aunque sea de inversión privada), ponen de agudo manifiesto que cualquier proyecto construible tiene ineludible responsabilidad social implícita desde el encargo y la contratación del proyecto hasta la ejecución de la obra, esta última con una ley (de Obra Pública) que hoy aplica equívoca y erráticamente para los arquitectos proyectistas y su contratación particular. En referencia a los proyectos de ámbito nacional y de mayor efecto público, digamos gubernamentales, si vale la semi-clasificación, la responsabilidad social –desde la ética no moralina- obliga a las autoridades a soportar las decisiones importantes, de diseño (arquitectónico, urbano, medioambiental, sostenible, accesible, viable) mediante mecanismos que garanticen el cumplimiento de su responsabilidad, de “responder”, en este caso por la decisión de quién proyectará. De allí que la iniciativa de ley de proyecto público urgente debería normar 1º la asignación de los “encargos” mediante concursos (todo un capítulo del que ya hemos reflexionado aquí) que garanticen la obtención de las mejores soluciones de diseño (aunque sea relativo el término “mejores”) y 2º la sana contratación de los servicios profesionales contenidos en el Proyecto y la Dirección (arquitectónicos, urbanos o de diseño) Ejecutivos, en sus diferentes etapas y alcances, garantizando -entre muchos otros aspectos del proceso de redacción de un proyecto completo- que la obra no sólo se construya, sino que se construya bien.
El panorama proyectado por una iniciativa de esta índole se verá nítidamente desde la perspectiva de un beneficio que aterriza en la sociedad –mejor ciudad-, en el Gobierno –que transitaría de la opacidad a la trasparencia- y en la arquitectura -por añadidura desde la superación profesional como sistema de superación colectiva-.
Si bien es cuestionable que la democracia sea inversamente proporcional al desarrollo urbano, valdría la pena detenerse en la evidente disgregación del gremio, y repensarlo impostergablemente desde la re-unión, la concentración, o la también urgente incorporación de los jóvenes a los Colegios de Arquitectos –por ejemplo- para aspirar con mucho más fuerza a la viabilidad de ésta o de cualquier otra iniciativa. Urge.
JVdM